Juan Manuel de Prada
Ecce Homo
En la jerga periodística, se llama 'serpiente de verano' a
la noticia absurda, grotesca o inverosímil que durante las vacaciones
estivales divulgan los medios de comunicación, ante la carestía de
noticias trascendentes. A veces, sin embargo, una 'serpiente de verano',
en su aparente intrascendencia o peregrina inverosimilitud, puede
decirnos más sobre nuestra época que mil tratados de antropología. Es lo
que ha ocurrido con la serpiente (pero serpiente pitón o anaconda, por
lo menos) de este verano, que sin disputa ha sido la 'restauración'
perpetrada por Cecilia Giménez, una anciana del pueblo de Borja, de una
pintura mural que representaba un Ecce Homo, en el santuario de la
Misericordia, sito en dicha localidad zaragozana. La 'restauración', de
un chapucerismo antológico, fue realizada sin embargo de buena fe por la
pintora aficionada; y, tras convertirse en un fenómeno mediático para
escarnio de su autora, ha desencadenado una suerte de culto idolátrico
friqui que, al parecer, empieza a rendir opíparos beneficios
comerciales.
En la fascinación turulata que la 'restauración' del
Ecce Homo de Borja ha provocado descubrimos, en primer lugar, la
pervivencia de cierto humor hispánico de cuño esperpéntico que halla un
inconfesable deleite en carcajearse de las taras y defectos del prójimo.
Este humor, que ha dado momentos de gloria a nuestra literatura (de
Quevedo a Valle-Inclán) y, en general, a nuestro arte (el cine de
Buñuel, por ejemplo), suele despeñarse sin embargo más frecuentemente
por los andurriales de la chocarrería y la zafiedad. En el adefesio de
Borja este humor ha hallado, sin embargo, un desaguadero óptimo; pues,
aunque en último término se carcajea de una tara del prójimo (la
insensata osadía de la 'restauradora', incapaz de apreciar su escasa
destreza con los pinceles), logra pasar las aduanas de la corrección
política, por no hacer burla directamente de tal tara, sino de sus
obras. Cecilia Giménez se convierte así en una involuntaria émula de
aquel pintor Orbaneja al que se refería Cervantes, «que cuando le
preguntaban qué pintaba respondía: 'Lo que saliere'; y si por ventura
pintaba un gallo escribía debajo: 'Este es gallo', porque no pensasen
que era zorra».
A esta propensión esperpéntica típicamente
española se suma aquí, en segundo lugar, el fenómeno universal del
friquismo, que en la 'restauración' de Borja ha hallado un icono que
puede lucir orgullosamente. El friquismo es algo así como la mueca
risueña que el hombre contemporáneo adopta, una vez que el vómito del
nihilismo lo ha dejado vacío y exhausto. Después de que la modernidad
pusiera en duda el sentido del mundo, la posmodernidad nos enseñó que
nada tiene sentido; y que el sinsentido, por lo tanto, era la única ley
que podía regir el mundo; un sinsentido erigido en doctrina filosófica y
en preceptiva artística. El friquismo adopta esta máxima posmoderna y
la entroniza en los altares de un culto nuevo: el sinsentido se
convierte así en objeto de adoración satisfecha, haciendo de los gustos
más estrambóticos y desquiciados un signo de identidad y organizando en
su derredor un universo complaciente y jovial (que, en el fondo, es una
anestesia de la rabia y el enojo que nos provoca vivir en un mundo que
ha extraviado el sentido). Si la posmodernidad proclamó con entusiasmo
que el arte debía dejar de buscar el bien, la verdad y la belleza, para
convertirse en un aspaviento o expresión caótica de irracionalidad,
encumbrando a categoría estética la iconoclasia al estilo de Duchamp,
¿por qué el friquismo, que es el recuelo o resaca última de la
posmodernidad, no va a encumbrar el adefesio de Borja?Por último, y como
corolario de lo anterior, no creo que sea baladí que la pintura
'restaurada' de Borja sea de asunto religioso. Si a Cecilia Giménez le
hubiese dado por 'restaurar' un cuadro de Picasso o Tàpies, sospecho que
los medios de comunicación no habrían celebrado su osadía con tanto
alborozo. La pintura religiosa, durante siglos, fue expresión, más o
menos sublime, de un mundo que 'tenía sentido'; y también de un arte que
buscaba el bien, la verdad y la belleza. De un modo tal vez
inconsciente, en la 'restauración' de Borja nuestra época celebra la
profanación de tales aspiraciones, que han llegado a resultarle odiosas.
Porque siempre se odia aquello que no se puede alcanzar: aunque ese
odio adquiera expresiones jocosas; aunque se utilice a una pobre
anciana, émula de Orbaneja, para darle carta de naturaleza.
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