domingo, 10 de abril de 2016

Muerte en Venecia. Artículo de Luis del Pino

Probablemente muchos de ustedes hayan leído la famosa novela de Thomas Mann, "La muerte en Venecia". O si no, tal vez hayan tenido la oportunidad de ver la película homónima de Luchino Visconti.
Si es así, es posible que les haya impresionado la historia de Gustav von Aschenbach, ese artista al final de su vida (un escritor en la novela de Mann, un compositor en la película de Visconti) que va de vacaciones a Venecia y allí queda fascinado por la belleza de un niño polaco, Tadzio, hijo de otros huéspedes que se alojan en el mismo hotel.
La película es enormemente fiel a la novela original hasta en sus más mínimos detalles visuales, y Dirk Bogarde hace, en el papel protagonista, una de las mejores interpretaciones de su vida.
La escena final, en la que el artista muere debido al cólera, es difícil de olvidar: Aschenbach fallece en su tumbona frente al mar, mientras el sudor nacido de la fiebre hace correr churretes de maquillaje por su cara. Lo último que puede ver antes de morir es la imagen neblinosa de Tadzio, el niño polaco, con el brazo extendido hacia el horizonte, como si estuviera señalando hacia la muerte que se acerca, inexorable, a reclamar su presa.
En cierta ocasión, Thomas Mann dijo de "La muerte en Venecia" que "nada en ella es inventado". Y así es: se puede rastrear - y se ha rastreado - el origen real de cada uno de los detalles de la novela. Thomas Mann estuvo, en efecto, de vacaciones en Venecia con su mujer en el verano de 1911 y allí le llegaron las noticias de la muerte del compositor Gustav Mahler. Esa es la razón de que Mann decidiera llamar Gustav a su protagonista y de que le proporcionara una descripción física coincidente con la del compositor austriaco. Esa es también, por supuesto, la razón de que Visconti decidiera hacer del protagonista un compositor, en lugar de un escritor, y de que usara el Adagio de la Quinta Sinfonía de Mahler como banda sonora del film.
El episodio de la epidemia de cólera tiene también base real, puesto que fue una epidemia de esa naturaleza la que forzó a Thomas Mann y a su mujer a finalizar sus vacaciones y salir de Venecia.
Y también es real aquel niño polaco que constituye el elemento central de la novela, tal como contaba la propia mujer de Thomas Mann en sus memorias. Esa escena en que el protagonista de la novela ve por primera vez a Tadzio en el hotel, con sus dos hermanas y sus padres, fue una escena real vivida por el matrimonio Mann la misma noche de su llegada a aquel hotel veneciano. Así pues, cuando Thomas Mann retrata la fascinación del protagonista por la belleza de aquel niño, está relatando, en realidad, su propia fascinación con un niño de carne y hueso con el que coincidió en el hotel durante aquel verano de 1911.
Tuvieron que pasar más de cincuenta años para que el traductor de "La muerte en Venecia" al polaco identificara públicamente al niño que Thomas Mann había visto. Su nombre real era Wladyslaw Moes y era el hijo de un noble polaco que poseía fábricas de papel. El verdadero Tadzio contaba once años de edad cuando realizó aquel viaje a Venecia con sus padres.
Después de aquello, las fábricas de su padre fueron destruidas por el ejército zarista durante la Primera Guerra Mundial. Sin haber cumplido aún los 20 años, Wladyslaw luchó en un regimiento de caballería durante la guerra ruso-polaca que dio comienzo en 1919, obteniendo una medalla al valor. Finalizada la contienda con la victoria de Polonia, ayudó a su familia a reconstruir las destrozadas fábricas y se consagró a la actividad industrial. En 1935, se casó con otra aristócrata polaca.
Luchó de nuevo en 1939 en ese ejército polaco que los nazis aplastaron al inicio de la Segunda Guerra Mundial y pasó cinco años en un campo de prisioneros. Acabada la guerra, la opresión nazi fue sustituida por la opresión comunista y su familia lo perdió absolutamente todo.
Podía haberse afiliado él mismo al Partido Comunista, para tratar de prosperar bajo el nuevo régimen, pero eligió no hacerlo. Así que vivió el resto de su vida una existencia gris, como obrero manual.
Pasaron muchos años antes de que Wladyslaw Moes supiera que se había convertido, sin quererlo, en uno de los personajes más famosos de toda la literatura del siglo XX, gracias a Thomas Mann. A lo largo de los años, se habían escrito centenares de ensayos y tesis doctorales sobre aquel niño que Mann conoció en Venecia y que, mientras tanto, iba viviendo su propio drama personal en Polonia, ajeno a la impresión que había causado en un afamado escritor alemán.
En un último guiño al Destino, Wladyslaw Moes intentó volver, poco antes de morir, a aquella Venecia donde había dado comienzo todo. Pero, cuando los planes de viaje estaban ya cerrados, tuvo que cancelar aquellas vacaciones porque en Venecia había aparecido, precisamente, un brote de cólera.
Wladyslaw, el Tadzio de la novela de Thomas Mann, murió por tanto en 1986 sin haber vuelto a pisar aquel hotel que Mann y Visconti inmortalizaran.
Y yo me pregunto: ¿cuántos Wladyslaw hay hoy en España? La película de la tragedia española se proyecta ante nuestros ojos todos los días. Hablamos en cada tertulia de la crisis. Se publican sesudos ensayos y análisis sobre las tormentas financieras, sobre las causas y sobre las consecuencias de los temblores bursátiles.
Y tengo la sensación de que casi siempre olvidamos - casi siempre elegimos olvidar - que la crisis tiene nombre y apellidos. Que cada cifra que publicamos esconde historias reales de personas reales, que jamás llegamos a conocer y que viven a diario sus dramas personales, ajenas completamente al interés que involuntariamente causan.
Personas que no alcanzan a verse reflejadas en los retratos de la crisis que hacemos, por la sencilla razón de que se trata de retratos idealizados.
Estamos tan concentrados en nuestros parados imaginarios, en nuestros contribuyentes imaginarios, en nuestros desahuciados imaginarios, que olvidamos que detrás de cada Tadzio existe un Wladyslaw, viviendo una existencia que nada tiene que ver con nuestros análisis.
Tal vez vaya siendo ya hora de que acabemos con la literatura y empecemos a ponerle cara y ojos a los rostros de la crisis.

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