EL HOMBRE SE POSEE EN LA MEDIDA QUE POSEE
SU LENGUA
No habrá ser humano completo, es decir, que se conozca y se dé a conocer,
sin un grado avanzado de posesión de su lengua. Porque el individuo se posee a
sí mismo, se conoce, expresando lo que lleva dentro, y esa expresión sólo se
cumple por medio del lenguaje.
Ya Lazarus y Steinthal, filólogos germanos, vieron que el espíritu es
lenguaje y se hace por el lenguaje. Hablar es comprender, y comprenderse es
construirse a sí mismo y construir el mundo. A medida que se desenvuelve este
razonamiento y se advierte esa fuerza extraordinaria del lenguaje en modelar
nuestra misma persona, en formarnos, se aprecia la enorme responsabilidad de
una sociedad humana que deja al individuo en estado de incultura lingüística.
En realidad, el hombre que no conoce su lengua vive pobremente, vive a medias,
aun menos.
¿No os causa pena, a veces, oír hablar a alguien que pugna, en vano, por
dar con las palabras, que al querer explicarse, es decir, expresarse, vivirse,
ante nosotros, avanza a trompicones, dándose golpazos, de impropiedad en
impropiedad, y sólo entrega al final una deforme semejanza de lo que hubiese
querido [nótese el subjuntivo] decirnos? Esa persona sufre como de una rebaja
de su dignidad humana. No nos hiere su deficiencia por vanas razones de bien
hablar, por ausencia de formas bellas, por torpeza técnica, no. Nos duele mucho
más adentro, nos duele en lo humano; porque ese hombre denota con sus tanteos,
sus empujones a ciegas por las nieblas de su oscura conciencia de la lengua,
que no llega a ser completamente, que no sabremos nosotros encontrarlo.
Hay muchos, muchísimos inválidos del habla, hay muchos cojos, mancos,
tullidos de la expresión. Una de las mayores penas que conozco es la de
encontrarme con un mozo joven, fuerte, ágil, curtido en los ejercicios
gimnásticos, dueño de su cuerpo, pero que cuando llega al instante de contar
algo, de explicar algo, se transforma de pronto en un baldado espiritual,
incapaz casi de moverse entre sus pensamientos; ser precisamente contrario, en
el ejercicio de las potencias de su alma, a lo que es en el uso de las fuerzas
de su cuerpo.
Podrán aquí salirme al camino los defensores de lo inefable con su cuento
de que lo más hermoso del alma se expresa sin palabras. No lo sé. Me aconsejo a
mí mismo una cierta precaución ante eso de lo inefable. Puede existir lo más
hermoso de un alma sin palabras, acaso. Pero no llegará a tomar forma humana
completa, es decir, convivida, consentida, comprendida por los demás. Recuerdo
unos versos de Shakespeare, en The
Merchant of Venice, que ilustran esa paradoja de lo inefable:
Madam, you have bereft me of all words,
Only my blood speaks to you in my veins.
Es decir, la visión de la hermosura le ha hecho perder el habla; lo que en
él habla desde dentro es el ardor de su sangre en las venas. Todo está muy
bien, pero hay una circunstancia que no debemos olvidar, y es que el personaje
nos cuenta que no tiene palabras por medio de las palabras, y que sólo porque
las tiene sabemos que no las tiene. Hasta lo inefable lleva nombre: necesita
llamarse «lo inefable». No. El ser humano es inseparable de su lenguaje. El
viejo consejo de Píndaro: «Sé lo que eres», el más reciente de Goethe: «Sepamos
descubrir, aprovechar lo que la naturaleza ha querido hacer de nosotros»,
pueden cumplirse tan sólo por la posesión del lenguaje.
El alma humana es misteriosa y en todos nosotros una parte de ella, es
decir, parte de nosotros, se recata entre sombras. Es lo que Unamuno ha llamado
«el secreto de la vida», de nuestra propia vida. Y el lenguaje nos sirve de
método de exploración interior, ya hablemos con nosotros mismos o con los
demás, de luz con la que vamos iluminando nuestros senos oscuros, aclarándonos
más y más, esto es, cumpliendo ese deber de nuestro destino de conocer lo mejor
que somos, tantas veces callado en escondrijos aún sin habla de la persona.
La palabra es espíritu, no materia, y el lenguaje, en su función más
trascendental, no es técnica de comunicación, hablar de lonja: es liberación
del hombre, es reconocimiento y posesión de su alma, de su ser. «¡Pobrecito!»,
dicen los mayores cuando ven a un niño que llora y se queja de un dolor sin
poder precisarlo. «No sabe dónde le duele». Esto no es rigurosamente exacto.
Pero ¡qué hermoso! Hombre que malconozca su idioma no sabrá, cuando sea mayor,
dónde le duele ni dónde se alegra. Los supremos conocedores del lenguaje, los
que lo recrean, los poetas, pueden definirse como los seres que saben decir
mejor que nadie dónde les duele.
Pedro Salinas. Defensa
del lenguaje. Madrid, Alianza Editorial, 1992.
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